Supongo que Sicilia leerá los artículos de Krauze y Domínguez y sabrá ver en sus palabras, algo que le dan. Esto es, creo, parte de la lección moral que Sicilia está dándole al país.
Las notas de Christopher Domínguez y Enrique Krauze en el periódico Reforma del 15 de mayo repiten una misma acusación. Una acusación, por lo demás, reiterada hasta la saciedad por los que siempre se han preciado de ser “animales políticos”; es decir, hombres prácticos, que actúan con realismo y sensatez. Porque uno y otro opinan, en efecto, que el movimiento encabezado por Javier Sicilia es ingenuo, y que le falta probar su valía más allá de las buenas intenciones y la mera buena fe. Sicilia, dicen, debe “proponer algo serio (…) y no sólo pacifismo histriónico y antigobiernismo ritual” (Domínguez); debe “proponer ideas, (…) no rollos autocomplacientes, confusos, vindicativos, militantes, retóricos, dogmáticos” (Krauze). Pero algo distingue a estos dos críticos, y yo me atrevería a sugerir que es eso que a veces se llama “olfato político”. El de Krauze, por ejemplo, es más fino y cauteloso que el de Domínguez, pues él no sólo no cancela la posibilidad de que el movimiento resulte en algo distinto de aquello a lo que nos tiene acostumbrados la política mexicana, sino que le pide expresamente a Sicilia que haga durar su movimiento, aunque aún no tenga claro adónde va. El de Domínguez, en cambio, más encuadrado en el molde tradicional de moros y cristianos, sentencia que Sicilia tendrá que elegir, “tarde o temprano, entre dos polos”: el de fundar una asociación de víctimas y el de… no sé… ¿dejarse comer el mandado por la izquierda radical –ésa que sólo tiene derechos porque se los otorgan las barrabasadas legislativas de México–, o por la otra izquierda –ésa que es rencorosa, mala perdedora y populista?...
Lo de Krauze es una especie de apuesta a lo Pascal; ha visto lo que ha ocurrido en Egipto y otras partes del mundo musulmán y pone sus barbas a remojar. Lo de Domínguez, en cambio, es más sentencioso: o la Madre Teresa, o el Diluvio. El primero llamó a apoyar la marcha del 8 de mayo y tiene curiosidad por el movimiento; el segundo, no, ninguna de las dos cosas. El primero saludaría sin duda la fundación de una asociación de víctimas de la violencia; el segundo, en cambio, bostezaría ante esa misma asociación, que a sus ojos no pasaría de ser una más entre las instituciones de asistencia social.
Es notable que estas diferencias se den entre el director de la revista Letras Libres y uno de sus redactores. Y más notable aún parece que en este caso el director parezca menos asertivo que su redactor. Podría verse en ello, quizás, una prueba de que, mal que bien, el movimiento de Sicilia está generando una discusión, y de que la está generando aun dentro de grupos que hasta hace poco parecían gozar de cierta unanimidad de opiniones. Y es que las diferencias que ocurren en el seno de Letras Libres ni son únicas ni originales. También ocurren entre los jóvenes ritualistas –como los llama Domínguez–, entre “los artistas incapaces de desperdiciar una oportunidad de hacer vida mundana al aire libre”, entre “los grandes poetas”, etcétera. Ya sólo eso me parece un logro nada desdeñable. Porque un movimiento lo primero que debe generar es… movimiento. Y se ve que aquí algo se mueve.
Pero al hablar de eso que se mueve entramos ya de lleno al tema de fondo del debate, en el que coinciden Krauze y Domínguez. Ambos se hacen las mismas preguntas: ¿adónde va el movimiento? y ¿qué alternativas propone? Con todo, uno y otro hacen las preguntas desde actitudes diferentes. He dicho ya que Krauze es prudente, así que expresa sus dudas y expone sus objeciones, pero también se permite aconsejar y hasta pedirle algo al movimiento: que dure. A Krauze, es cierto, le gustaría que el movimiento de Sicilia “se panificara”; es decir, que no desperdiciara la oportunidad de encauzar hoy los principios democráticos que el panismo original pudo haber encarnado y no encarnó. Pero, aun jalando agua para su molino, Krauze espera que sea el movimiento mismo el que responda las preguntas. Domínguez es menos generoso y, sobre todo, menos paciente. Él no espera nada y, como buen desilusionado de la política en general, responde las preguntas con impaciencia y desprecio. ¿Que adónde va el movimiento? A ningún lado. ¿Que qué alternativas propone? Ninguna…
Plantear una pregunta y responderla uno mismo a continuación ¿no es prueba de que la pregunta era retórica? Por supuesto (y acabo de mostrarlo de bulto), pero no me voy a detener ahora en eso. Lo que me interesa es la exigencia de fondo que Krauze y Domínguez le hacen a Sicilia: debe ser práctico y debe proponer alternativas concretas (como si exigiendo estas cosas ellos sí fueran prácticos, alternativos y concretos). Ambos le exigen, en suma, que actúe como ellos creen que debe actuar alguien que encabeza un movimiento; o sea, le piden que actúe como actúan los políticos normalmente. Pero ¿no es justo este tipo de actuación lo que ha estado siempre en el centro de las críticas de Sicilia, mucho antes incluso de que el asesinato de su hijo lo condujera a encabezar, aun a su pesar, un movimiento? Ni Krauze ni Domínguez dejan de reconocer que las ideas de Sicilia no son brotes repentinos en mitad de la tragedia, sino que han venido formándose a lo largo de los años y al amparo de Tolstoi, Gandhi, Lanza del Vasto, Maritain, Ilich y un largo etcétera. ¿Qué ha cambiado, entonces? Es obvio, me dirán: Sicilia encabeza ahora un movimiento. Si eso me dicen, entonces me estarán diciendo que el solo hecho de entrar activamente a la vida política obliga a un hombre a traicionar sus ideales y principios, aunque sólo sea porque los ideales y los principios no suelen ser ni realistas ni prácticos. Entiendo que digan esto, porque eso es justamente lo que hacen nuestros políticos: cambian de partido político según les sople el viento electoral; y porque esa es en efecto la clase de política que se hace tradicionalmente en México, donde los partidos se comportan como simples agencias de colocaciones. Lo que no entiendo del todo es la forma en que remata esta crítica, pues supone que tratar de hacer algo distinto es ingenuidad. Sobre todo –y en esto coinciden casi literalmente Krauze y Domínguez–, si esta diferencia se concibe como una resistencia civil pacífica. Ambos críticos citan aquí a Gandhi y dan por sentado que en México un movimiento inspirado en él sería inútil, ingenuo, histriónico. ¿Por qué? No lo sé. No lo dicen. Supongo que porque aquí lidiamos con delincuentes crueles y sin conciencia, mientras que los indios lidiaban con el civilizadísimo ejército británico. No lo sé. En cualquier caso, la descalificación del pacifismo sirve para apoyar el uso de la fuerza militar en el combate al crimen organizado.
Domínguez parece apoyarse en Weber para declarar que la violencia es prerrogativa exclusiva del Estado y añadir que, en ese sentido, el presidente Calderón tiene derecho a ella –aunque violente la Constitución sacando al Ejército a la calle. Pero ni siquiera él deja de escuchar el reclamo de fondo –ése que no le niega al Estado tal derecho, sino que le exige que lo use para el bien de la ciudadanía, no para su mal; ése que le señala al gobierno actual su fracaso en el empleo de la violencia, porque la violencia se ha vuelto en contra de aquellos a quienes dice proteger de la violencia, y se ha vuelto en contra de ellos impunemente. No, Domínguez no apoya este reclamo, pero al menos lo escucha. Y no podría ser de otro modo, cuando hasta el presidente y el secretario de la Defensa han reconocido que militares y policías cometen “errores”, y que en esta guerra, como en todas, hay “daños colaterales”. Llamar así a las cosas es cínico y es ofensivo, pero también evasivo. Esos sí que son términos vagos y abstractos, encaminados a rebajar la gravedad del problema; vagos y mal intencionados, encubridores, mentirosos…
Es la impunidad de esos actos y de esas palabras lo primero que reclama Sicilia. Por eso lo que dice su movimiento no es abstracto ni es ingenuo. No podría serlo. Porque no es, en principio, sino una reacción ante lo evidente. Y lo que dice es simple: ¡Estamos hasta la madre! Hay 40 mil muertos en lo que va de este sexenio, mientras los políticos y los funcionarios sólo piensan en lo suyo (las elecciones, las prebendas, los cochupos). El país se está cayendo a pedazos, carcomido por la corrupción, el crimen y la violencia (de los narcos y de las fuerzas del Estado). ¡Paren esta locura! ¡Ya basta!...
La demanda es simple y está bien justificada. Pero el gobierno no parece sopesar su gravedad como debiera. Porque no parece entender que los mexicanos –como todos– aguantamos mejor la pobreza y la miseria que la injusticia. O, dicho de otro modo, que aguantamos mejor la injusticia económica y la injusticia social que la injusticia jurídica, la injusticia en su sentido lato. Cuando ve a la gente protestar por la injusticia, el gobierno debería escuchar con atención y actuar con diligencia. Se trata de algo simple, pero muy grave y urgente. Es indicio del desmoronamiento del estado de derecho.
Si Krauze se siente llamado a advertirnos del peligro que corre el movimiento de Sicilia al cometer el pecado de ingenuidad es quizá porque está pensando ya en lo que sigue, y a sus ojos lo que sigue es “la politización” del movimiento. Quiero decir, la politización en el peor sentido del término. El movimiento es ya político, desde luego, pero lo es sobre todo respecto de lo político, no de la política (y de ahí que su actitud sea “ciudadana”). Cuando Krauze le pide a Sicilia que haga durar su movimiento, lo que le pide es que lo conserve libre de la mala politización, libre de la política, no de lo político. La advertencia es valiosa, por más que uno no crea que Sicilia se vaya a dejar arrastrar a la cloaca de la política “normal”. Domínguez abriga menos esperanzas –o, mejor dicho, no abriga ninguna. Él condena desde ya al movimiento a no tener más futuro que el de la fundación de una A.C. o la sumersión en el charco pantanoso de la izquierda. Para él, Sicilia no tiene ninguna esperanza de sobrevivir en el violento mar de tiburones que es este país. Por eso es extraño que, con todo, también él tenga algo que pedirle: que busque –dice– “un meridiano político-moral que concilie a quienes consideramos que el presidente Calderón posee toda la legitimidad para combatir al narcotráfico con quienes consideran errada la estrategia”. Sí, algo se mueve...
Yo supongo que Javier Sicilia leerá los artículos de Krauze y Domínguez con la generosidad de siempre y que sabrá ver en sus palabras, no algo que le piden, sino algo que le dan. Esto es, creo, parte de la lección moral que Sicilia está dándole al país.